martes, 24 de enero de 2012

Dejar a un hombre sin tumba.


Bin Laden asesinado por el ejército estadounidense. Una operación aprobada el 29 de abril del 2011 por el presidente del Imperio y Nóbel de la Paz, en la que un grupo de elite dio fuego contra Bin Laden, su hijo, su hermano y su mujer. Los tres primeros muertos. Dicen que sólo la mujer estaba armada y que nadie, salvo un grupo reducido, conocía de esta operación. El mismo John Brennan comentó, en una rueda de prensa, que ni el propio gobierno de Pakistán estaba enterado. En silencio y rápido, el Imperio arremetió contra la cabaza de su enemigo. Dos balazos. Uno en la cabeza y otro en el pecho.
Se conoció la noticia, pero no se conoció el cadáver. Algunos esperábamos que Obama entrara a la White House en carreta, coronado de laureles, con la cabeza de Osama en las manos y un jorobado atrás diciéndole: “ahora el mundo está más seguro”. Algunos creímos que, después de asesinar a un hombre sin juicio, ese espectáculo era posible. Si Obama podía festejar contento el “ajusticiamiento” que, camuflado por ese bendito destino manifiesto, escondía una medieval ley del talión, por qué no mostrar el cuerpo.
Mostrar el cuerpo, el cadáver del enemigo era en parte mostrar la victoria de la batalla ganada. El cuerpo signado por la muerte de dos disparos era la bandera que muchos esperaron ver flamear desde los medios. El cuerpo de Red Skull no estaba, pero antes que tuviesemos miedo de una segunda parte, un cuerpo fue arrojado al mar.
Sin el cadáver se levantaron teorías conspirativas. La primera fue pensar que el líder de AlQaeda no estaba muerto. Una teoría algo complicada. Sería algo triste para el lider de Los Vengadores que un día, como quien no quiere la cosa, Bin Laden reaparesca vivito y coleando. En fin, alegar una muerte que no sucedió es meterse en una mentira peligrosa y desmentible. Otra, parecida, fue pensar que ya estaba muerto de antes, y que Estados Unidos montó una pantomima (no sería la primera vez, un día tiró dos bombas atómicas sólo para que Japón se rindiera ante ellos y no ante Rusia) para cargarse la victoria de asesinar al villano. Ahora bien, más allá de cuál de estas teorías pueda ser verdadera o cuál mentira (o quién efectivamente sea en esta viñeta Rick Jones o Barón Zemo), lo cierto es que lo que se vio fue un cuerpo echado al mar. Sepultado en el mar, dijeron.  Y fue el querido Brennan (Harvey Dent) quién aclaró que el entierro en el mar fue para seguir con la cultura islámica, pero que en verdad ningún país quería tener enterrado el cuerpo de Bin Laden. No sea cosa que el Adhesivo X se desparramara por la tierra.
Lo dejaron sin tumba. Lo tiraron al mar. Lo mataron sin juicio. Lo condenaron con sus leyes a puertas cerradas. Autorizaron la operación que iba a matarlo en su propio país. Acusaron a Pakistán de protegerlo y festejaron su muerte como la victoria de una Nación. Metieron al mundo en todo esto y alegaron que ahora estábamos más seguros. Claro, más seguros ahora que el Imperio consiguió afanarse la cabeza del grupo que más nervioso los pone.
Se pudieron ver por televisión las imágenes que cuidadosamente se filtraron de esa operación. El mundo entero recibió las palabras de Obama sobre la muerte de Osama. Y en ese relato, de imágenes y palabras, pudimos reconstruir la historieta que narró el ojo por ojo, que volvió a dibujar una analogía con Marvel (¿O es al revés?). Se pudo leer una narración compleja en la que los buenos mataban sin ser asesinos, en la que los buenos festejaban un acto injusto. Una narración dura que justifica muertes con muertes, violencia con violencia, sangre con sangre. Una historia en la que el bueno no es tan bueno, en la que se pervierten los hechos y en la que el fin (ese que sólo beneficiará a unos pocos) justifica los medios.

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