miércoles, 22 de febrero de 2012

Dios salve al enemigo.



“Quiero que los maten a todos. Que tiren una bomba como en Nagasaki y que los pobres vuelen en el aire como los japoneses. Eso quiero. Muy buena la radio.” Cacho de Olavarría

            Es que una solución fácil, un deseo primitivo, es la eliminación de la pobreza con el aniquilamiento de su rostro más visible: el pobre. Un deseo que muestra que ese, aquel, es un enemigo identificado y que hay que aniquilarlo. La construcción del enemigo es un lugar que tranquiliza, que resuelve el problema, disuelve las diferencias y elimina las contradicciones posibles. Identifico el problema, construyo el enemigo, mato al enemigo, soluciono el problema. Lástima que la lógica o el sistema formal a veces poco tenga que ver con las cuestiones del mundo.
            Pero si resolvemos mirar al otro como un par y no como a un enemigo el problema se complejiza a nivel exponencial. Es que cuesta ver al que identificamos como diferente como un igual. Cuesta y tal vez ahí esté el verdadero problema, sólo que ahí no puede ponerse una bomba. No puede hacerse volar los prejuicios con una bomba. Qué lástima.
            La construcción del otro como enemigo, como enemigo a exterminar, es una historia de siempre. Historia en la que mueren inocentes, obvio, pero en la que se callan ideas o conceptos fuertes. El que muere es un muerto, un cuerpo. Una persona que queda anulada en su condición de vida y pasa a ser una víctima. Se puede rescatar su edad, agregar que era buena persona, tal vez sumarle los hijos. Ahora, qué hay detrás, a pocas cabezas le importa.
            Pobreza. El pobre. No tener plata, no tener trabajo es conclusión de no querer tener. Primera mentira gigante. Y en esa mentira construida para no ver, no se ve la complejidad de un sistema desigual, la violencia de las diferencias. En ese precepto base se mete el concepto preferido por los medios de comunicación: la Inseguridad. Inseguridad es no estar seguro. Estar seguro implicaría no tener miedo, estar tranquilo. El miedo que trae la palabra inseguridad es el robo y la muerte. Tengo miedo de que me maten, de que me roben lo que conseguí trabajando. Que un pibito me saque el Peugeot 206 que me compré con la guita que ahorré con años de trabajo. A eso le tengo miedo, a que lo siniestro aflore. A que ese enemigo agazapado en las villas de emergencias me quite lo mío, lo que es mío. No le tengo miedo a que los demás, yo incluido, le hayan quitado los derechos, hayan violado su inserción a la educación, le hayan vedado la posibilidad de laburar y que encima lo hayan rotulado como delincuente. No, a eso no le tengo miedo. Le tengo miedo a las medidas sociales que quieren incluir a esos pibes en la misma sociedad de la que yo, ¡yo!, formo parte. Le tengo miedo a que las diferencias se borren, porque me gusta distinguir la paja del trigo. ¿Qué voy a hacer si me quitan al enemigo? ¿Qué vamos a hacer si le dan enter a la máquina que pone en funcionamiento la mezcla? Quiero ser diferente y para eso ser indiferente. No, no podemos vernos como iguales.
            Dios no salva al enemigo, al enemigo lo salvan los hombres. Al enemigo lo construyen los hombres. Lo arman y le dan la forma de lo siniestro, lo que no quieren ver pero aflora. Surge. Y ese enemigo, esos enemigos, son personas, hombres, mujeres, chicos, que luchan con sus formas por salir de ese maldito lugar. Y a veces agarran armas y descargan la violencia que durante años les cargaron encima. La violencia que ven a diario, que sufren a diario. Grande y pequeña. La mirada que rechaza, la palabra que juzga y condena. A veces cargan un fierro y lo vacían. Y eso que parece un horror, un robo seguido de muerte, es algo complejo. Una maraña de alambre de púa que nadie quiere animarse a desenredar.
            Y a ese enemigo lo veo a diario. Veo cómo es bien identificado en los asesinatos. En los secuestros. En el Parque Indoamericano. Lo encontramos en una tonada, en el color de la piel, en el apellido, en el partido político, en el oficio. Lo identificamos constantemente y en todo lugar. Lo identificamos y nos salvamos mágicamente de las contradicciones que nos pueda causar. Segregar es una mala siembra y uno cosecha, siempre cosecha lo que siembra.
            Pensar en el mundo como en un silogismo es algo que nos ha resguardado a muchos burgueses y oligarcas en nuestras casas con nuestros sillones cómodos, pero que ha causado -y seguramente seguirá causando- mucha tristeza y mucha violencia

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