“Quiero que los maten a todos. Que tiren una bomba como
en Nagasaki y que los pobres vuelen en el aire como los japoneses. Eso quiero.
Muy buena la radio.” Cacho de Olavarría
Es que una solución fácil, un deseo primitivo, es la eliminación de la pobreza
con el aniquilamiento de su rostro más visible: el pobre. Un deseo que muestra
que ese, aquel, es un enemigo identificado y que hay que aniquilarlo. La
construcción del enemigo es un lugar que tranquiliza, que resuelve el problema,
disuelve las diferencias y elimina las contradicciones posibles. Identifico el
problema, construyo el enemigo, mato al enemigo, soluciono el problema. Lástima
que la lógica o el sistema formal a veces poco tenga que ver con las cuestiones
del mundo.
Pero si resolvemos mirar al otro como un par y no como a un enemigo el problema
se complejiza a nivel exponencial. Es que cuesta ver al que identificamos como
diferente como un igual. Cuesta y tal vez ahí esté el verdadero problema, sólo que
ahí no puede ponerse una bomba. No puede hacerse volar los prejuicios con una
bomba. Qué lástima.
La construcción del otro como enemigo, como enemigo a exterminar, es una
historia de siempre. Historia en la que mueren inocentes, obvio, pero en la que
se callan ideas o conceptos fuertes. El que muere es un muerto, un cuerpo. Una
persona que queda anulada en su condición de vida y pasa a ser una víctima. Se
puede rescatar su edad, agregar que era buena persona, tal vez sumarle los
hijos. Ahora, qué hay detrás, a pocas cabezas le importa.
Pobreza. El pobre. No tener plata, no tener trabajo es conclusión de no querer
tener. Primera mentira gigante. Y en esa mentira construida para no ver, no se
ve la complejidad de un sistema desigual, la violencia de las diferencias. En
ese precepto base se mete el concepto preferido por los medios de comunicación:
la Inseguridad.
Inseguridad es no estar seguro. Estar seguro implicaría no
tener miedo, estar tranquilo. El miedo que trae la palabra inseguridad es el
robo y la muerte. Tengo miedo de que me maten, de que me roben lo que conseguí
trabajando. Que un pibito me saque el Peugeot 206 que me compré con la guita
que ahorré con años de trabajo. A eso le tengo miedo, a que lo siniestro
aflore. A que ese enemigo agazapado en las villas de emergencias me quite lo
mío, lo que es mío. No le tengo miedo a que los demás, yo incluido, le hayan
quitado los derechos, hayan violado su inserción a la educación, le hayan
vedado la posibilidad de laburar y que encima lo hayan rotulado como
delincuente. No, a eso no le tengo miedo. Le tengo miedo a las medidas sociales
que quieren incluir a esos pibes en la misma sociedad de la que yo, ¡yo!,
formo parte. Le tengo miedo a que las diferencias se borren, porque me gusta
distinguir la paja del trigo. ¿Qué voy a hacer si me quitan al enemigo? ¿Qué
vamos a hacer si le dan enter a la
máquina que pone en funcionamiento la mezcla? Quiero ser diferente y para eso
ser indiferente. No, no podemos vernos como iguales.
Dios no salva al enemigo, al enemigo lo salvan los hombres. Al enemigo lo
construyen los hombres. Lo arman y le dan la forma de lo siniestro, lo que no
quieren ver pero aflora. Surge. Y ese enemigo, esos enemigos, son personas,
hombres, mujeres, chicos, que luchan con sus formas por salir de ese maldito
lugar. Y a veces agarran armas y descargan la violencia que durante años les
cargaron encima. La violencia que ven a diario, que sufren a diario. Grande y
pequeña. La mirada que rechaza, la palabra que juzga y condena. A veces cargan
un fierro y lo vacían. Y eso que parece un horror, un robo seguido de muerte,
es algo complejo. Una maraña de alambre de púa que nadie quiere animarse a
desenredar.
Y a ese enemigo lo veo a diario. Veo cómo es bien identificado en los
asesinatos. En los secuestros. En el Parque Indoamericano. Lo encontramos en
una tonada, en el color de la piel, en el apellido, en el partido político, en
el oficio. Lo identificamos constantemente y en todo lugar. Lo identificamos y
nos salvamos mágicamente de las contradicciones que nos pueda causar. Segregar
es una mala siembra y uno cosecha, siempre cosecha lo que siembra.
Pensar en el mundo como en un silogismo es algo que nos ha resguardado a muchos
burgueses y oligarcas en nuestras casas con nuestros sillones cómodos, pero que
ha causado -y seguramente seguirá causando- mucha tristeza y mucha violencia
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