miércoles, 22 de febrero de 2012

Memento


Quisiera ver el quiebre, porque entenderlo sería demasiado. Ver la grieta que separó desprolijamente el asfalto. Entender que esto es la redacción de un texto que por no haber releído me condené a encontrar hasta siempre.
De haber visto la letra molde, la bastardilla y lo que estaba subrayado…
Vi romperse el edificio de enfrente primero. Mi ventana, el televisor en el que vi las paredes desplomarse de apoco. Molestas de hacer algo que no querían, se desparramaron fastidiosas. Casi en silencio. Los vidrios y las ventanas acompañaron la caída como duros paños transparentes. Se rompían como la escarcha. Sólo se escuchó el impacto de las partes unas vez que éstas abrazaron completamente la calle. Animales y personas habían abandonado el edificio antes de la caída. No hubo muertes, pero la televisión dijo que ninguno había salido completamente ileso de la ruptura.
Al edificio de enfrente le sucedió la casa de al lado. Murió de apoco. Empezó por mojarse mucho en una tormenta fuerte. Después de eso, simplemente no resistió el agua. Como si sus paredes, puertas y ventanas fuesen de cartón, la casa absorbió toda el agua que pudo. La maqueta mojada y sin forma empezó a secarse con el sol que le sucedió a su muerte y, como los nervios de la carne, tomó una forma eléctrica. Desapareció no mucho después de haber dejado  de ser una casa. Se volvió montón de nervios entre el estómago de la grieta.
Y a ésta le siguió el negocio de la esquina. Se derritió por culpa de un calor terrible. Sus paredes de gelatina se desparramaron lenta e insidiosamente por todo el barrio. Cubrió su mugre las calles y las calles su mugre se comieron.
Después fue la casa del otro lado. Simplemente se destruyó. Un día a la mañana, de ella sólo quedaban escombros. No pude ver el proceso y los escombros se adjuntaron a todo el barrio que era mugre.
Y la gente, la gente se iba, se iba antes de que todo se volviera polvo, agua o cartón mojado. Sólo quedaba mi casa y en ella sólo quedaba yo.
Hasta que un día el asfalto también empezó a romperse. Una grieta enorme empezó a separarme de un mundo ya vacío. No había nada a mí alrededor, pero esa grieta me estaba separando. Me recluía aun más.
Un lugar desplomándose a mis pies y yo tranquila. “Esto también pasará” estaba grabado en el anillo de un rey etrusco. No siempre pasan las cosas, algunas se quedan y para siempre. ¿Sabría eso el rey?
Mi casa tenía que caer. Y cayó.
Las grietas de la calle eran cada vez más intolerables, su hambre devoraba todo aquello que encontraba. Su estomago se hacía cada vez más grande. Todas las ratas que hasta entonces vivían en los terrenos baldíos fueron a dar a mi casa. Como había dos plantas, me recluí en la pieza de arriba. Junté comida, libros, papeles importantes y un teléfono. Cerré la puerta y pensé en el rey etrusco. Las ratas comenzaron a comerse las cosas y cuando las cosas se acabaron sentí cómo comenzaban su festín con las paredes. El tiempo es finito para el existente, pero la Existencia trasciende, trasciende el cuerpo, la materia y se instala en ella misma… maldito el rey y maldito su anillo.
No se cayeron las paredes, pero las ratas empiezan a querer subir. Se acaba la comida para ellas, pero también para mí. Tengo el teléfono y un número que quisiera marcar, pero ya no es el momento de pedir. Recluida en la habitación pienso que hubiese sido mejor llamar antes. Las ratas golpean mi puerta, insisten en comérselo todo. Por la ventana ya no veo ninguna grieta, sólo el vació. Lo que era grieta se volvió estómago. Desea devorarse todo. Mi casa no va a caer, no hasta que yo me vaya. Ninguna casa se cayó antes de que alguno de sus habitantes se fuera, menos con alguno de ellos adentro. ¿Por qué? ¿Y cuánto tiempo podrá eso valer para mí? Las ratas no van a tardar en entran y cuando entren me van a comer a mi primero. Ansiosas de carne seré para ellas tal vez, en este vacío, su última cena. Tal vez eso es lo que esté esperando la casa, la grieta.
Recuerdo el carro de los romanos en su gloria. Recuerdo al gran romano entrando por el arco de triunfo. Lo recuerdo con su gloria, con su victoria. Recuerdo al hombre que detrás de él le susurraba Memento mori.
Lamenté en un segundo toda la angustia y los rencores que estaban guardados en esta habitación. ¿Por qué mi último momento era acá, era sola? Odie mi odio y me odie. Me odié con pasión, con la pasión de quien busca a su redentor en su último momento. Me dirigí despacio hasta la puerta, me paré enfrente de ella. Volví la cara hacia la ventana y hacia la habitación. Las paredes mostraban las metástasis. Siempre habían estado ahí las manchas, una suerte de avisos luminosos, sólo que yo las veía por primera vez. Fue un segundo largo.
Las ratas no me iban a comer, pero no se por qué razón, enojada y llena de ira y de remordimientos, abrí la puerta. Entonces las vi y recordé lo que me habías dicho antes de dejar mi casa. Respice post te! Hominem te esse memento!
La victoria está en saberse muerto. 

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