Quisiera ver el quiebre, porque entenderlo
sería demasiado. Ver la grieta que separó desprolijamente el asfalto. Entender
que esto es la redacción de un texto que por no haber releído me condené a
encontrar hasta siempre.
De haber visto la letra molde, la
bastardilla y lo que estaba subrayado…
Vi romperse el edificio de enfrente
primero. Mi ventana, el televisor en el que vi las paredes desplomarse de
apoco. Molestas de hacer algo que no querían, se desparramaron fastidiosas. Casi
en silencio. Los vidrios y las ventanas acompañaron la caída como duros paños transparentes.
Se rompían como la escarcha. Sólo se escuchó el impacto de las partes unas vez
que éstas abrazaron completamente la calle. Animales y personas habían
abandonado el edificio antes de la caída. No hubo muertes, pero la televisión dijo
que ninguno había salido completamente ileso de la ruptura.
Al edificio de enfrente le sucedió la casa
de al lado. Murió de apoco. Empezó por mojarse mucho en una tormenta fuerte. Después
de eso, simplemente no resistió el agua. Como si sus paredes, puertas y
ventanas fuesen de cartón, la casa absorbió toda el agua que pudo. La maqueta
mojada y sin forma empezó a secarse con el sol que le sucedió a su muerte y,
como los nervios de la carne, tomó una forma eléctrica. Desapareció no mucho
después de haber dejado de ser una casa.
Se volvió montón de nervios entre el estómago de la grieta.
Y a ésta le siguió el negocio de la
esquina. Se derritió por culpa de un calor terrible. Sus paredes de gelatina se
desparramaron lenta e insidiosamente por todo el barrio. Cubrió su mugre las
calles y las calles su mugre se comieron.
Después fue la casa del otro lado. Simplemente
se destruyó. Un día a la mañana, de ella sólo quedaban escombros. No pude ver
el proceso y los escombros se adjuntaron a todo el barrio que era mugre.
Y la gente, la gente se iba, se iba antes
de que todo se volviera polvo, agua o cartón mojado. Sólo quedaba mi casa y en
ella sólo quedaba yo.
Hasta que un día el asfalto también empezó
a romperse. Una grieta enorme empezó a separarme de un mundo ya vacío. No había
nada a mí alrededor, pero esa grieta me estaba separando. Me recluía aun más.
Un lugar desplomándose a mis pies y yo
tranquila. “Esto también pasará” estaba grabado en el anillo de un rey etrusco.
No siempre pasan las cosas, algunas se quedan y para siempre. ¿Sabría eso el
rey?
Mi casa tenía que caer. Y cayó.
Las grietas de la calle eran cada vez más
intolerables, su hambre devoraba todo aquello que encontraba. Su estomago se
hacía cada vez más grande. Todas las ratas que hasta entonces vivían en los
terrenos baldíos fueron a dar a mi casa. Como había dos plantas, me recluí en
la pieza de arriba. Junté comida, libros, papeles importantes y un teléfono.
Cerré la puerta y pensé en el rey etrusco. Las ratas comenzaron a comerse las
cosas y cuando las cosas se acabaron sentí cómo comenzaban su festín con las
paredes. El tiempo es finito para el existente, pero la Existencia trasciende, trasciende
el cuerpo, la materia y se instala en ella misma… maldito el rey y maldito su
anillo.
No se cayeron las paredes, pero las ratas
empiezan a querer subir. Se acaba la comida para ellas, pero también para mí.
Tengo el teléfono y un número que quisiera marcar, pero ya no es el momento de
pedir. Recluida en la habitación pienso que hubiese sido mejor llamar antes.
Las ratas golpean mi puerta, insisten en comérselo todo. Por la ventana ya no
veo ninguna grieta, sólo el vació. Lo que era grieta se volvió estómago. Desea devorarse
todo. Mi casa no va a caer, no hasta que yo me vaya. Ninguna casa se cayó antes
de que alguno de sus habitantes se fuera, menos con alguno de ellos adentro.
¿Por qué? ¿Y cuánto tiempo podrá eso valer para mí? Las ratas no van a tardar
en entran y cuando entren me van a comer a mi primero. Ansiosas de carne seré
para ellas tal vez, en este vacío, su última cena. Tal vez eso es lo que esté esperando
la casa, la grieta.
Recuerdo el carro de los romanos en su
gloria. Recuerdo al gran romano entrando por el arco de triunfo. Lo recuerdo
con su gloria, con su victoria. Recuerdo al hombre que detrás de él le
susurraba Memento mori.
Lamenté
en un segundo toda la angustia y los rencores que estaban guardados en esta
habitación. ¿Por qué mi último momento era acá, era sola? Odie mi odio y me
odie. Me odié con pasión, con la pasión de quien busca a su redentor en su
último momento. Me dirigí despacio hasta la puerta, me paré enfrente de ella.
Volví la cara hacia la ventana y hacia la habitación. Las paredes mostraban las
metástasis. Siempre habían estado ahí las manchas, una suerte de avisos
luminosos, sólo que yo las veía por primera vez. Fue un segundo largo.
Las ratas no me iban a comer, pero no se
por qué razón, enojada y llena de ira y de remordimientos, abrí la puerta. Entonces
las vi y recordé lo que me habías dicho antes de dejar mi casa. Respice post
te! Hominem te esse memento!
La victoria está en saberse muerto.
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